Reflexiones sobre
la Navidad

Capellanía Universitaria

22 dic

Reflexiones en torno a la navidad:

Regalos

La lectura en voz alta de clásicos de la literatura infantil a un público expectante y exigente es, de entre las muchas y dichosas servidumbres de padre de familia numerosa, una de las que provoca tiempo después un recuerdo más agradecido. Los libros para niños –los buenos- esconden una seriedad que pone a prueba la madurez y el realismo de los adultos.
Por ejemplo, la saga de J. K. Rowling sobre las aventuras de Harry Potter brinda horas de emoción e intriga. Pero si las peripecias del joven mago y de sus amigos resultan tan fascinantes no es, me parece a mí, por la velocidad vertiginosa de sucesos que caracteriza la literatura y el cine contemporáneos, sino porque el mundo mágico de Potter no se limita a ser un orden paralelo del mundo real sino que lo infiltra de excepciones y prodigios.
Es la unidad de ese universo de magos y de hombres el que sirve de metáfora comprensiva de la realidad y de la existencia humana. Efectivamente, hay caminos en la vida que como el tren de Howards, solo se pueden tomar si uno se lanza de cabeza contra un muro y se atreve con lo imposible; o personas que cuando hablan vuelven luminoso y profundo lo que dicen, o que con solo hablar resultan encantadoras, o te hacen sentir ligero y apenas tocando el suelo, mientras que otras nada más aparecer oscurecen los días y oprimen el pecho; hay lugares que uno ha mirado mil veces y nunca ha visto, o sucesos y personas que son verdaderas apariciones repentinas en el momento más precisado; hay gestos y dichos que despiertan todos nuestros temores, y otros que los apaciguan y nos consuelan.
No es necesario creer en la existencia de brujas para saber que hay mujeres (y hombres) capaces de lo inimaginable; pero los cuentos sobre ogros y brujas nos ayudan a no serlo y a reconocerlos, porque efectivamente, no existen pero haberlos haylos. Y es que la realidad a secas contiene tantos prodigios que su recreación no estaría completa sin el relato fantástico. Hay en el realismo mágico algo imprescindible para lograr el más escueto y sobrio realismo. Para comprenderlo hay que ser como los niños capaz de asombrarse: la realidad no es por sí misma tan escasa y anodina como nos proponen nuestros deseos despechados. Los adultos vivimos en una realidad recortada por nuestras decepciones y miedos. Y ese es en entre todos el más grave de los recortes que padecemos.
Damos por hecho que no existen las islas del tesoro y que no merece la pena embarcarse en su búsqueda. Y no caemos en la cuenta de que la mitad del mapa que siempre falta consiste precisamente en preservar la ilusión y el coraje necesario para que existan. Además para encontrar tesoros hay que preguntarse por qué siempre están en islas en medio de océanos, y qué tienen que ver los tesoros con el mar y las islas, o con los desiertos y las cuevas, que son los otros lugares donde abundan.
El mar y el desierto son la geografía del tiempo. Allí nada permanece, todo fluye y cambia en un movimiento continuo que no permite construir nada ni erigir ninguna señal, ningún recuerdo. El mar y el desierto son el tiempo y sus efectos sobre todo lo humano: la ruina y el olvido. En cambio las islas batidas por las olas furiosas, o las cuevas rocosas bajo las tempestades de arena son lo que permanece, lo que no sucumbe con el cambio. Por eso son los lugares donde cabe buscar y encontrar tesoros que, como el oro y los dimanantes, se caracterizan por su inalterabilidad, por su resistencia al desgaste y al tiempo. Un tesoro es lo que permanece inalterable a través del tiempo y de los cambios de la vida y del corazón, más furiosos y destructivos incluso que las olas y las tempestades. Y eso es lo que los adultos no nos atrevemos a creer que exista, porque ya no tenemos ni el coraje ni la ilusión necesarios para buscarlos.
Y esa vida recortada por el desengañado cinismo que llamamos madurez se expresa indisimulable en nuestra incapacidad para regalar, pues hacerlo requiere ser rico y tener en abundancia en el exacto sentido de que hay que tener tesoros que entregar, es decir, amores y lealtades sin dimisión, fidelidades sostenidas, ideales que no se gastan y personas a las que adorar. No hay pobreza mayor que no tener nada que ofrecer. Pero si es así, entonces, merece más el título de tesoro lo que nos produce el deseo de regalar que lo que regalamos. Nadie en su sano juicio preferiría lo que regala a el motivo por el que lo regala: regalar es tener un motivo para vivir siempre más valioso que lo dado.
Esa es la enseñanza imperecedera que entrañan las tres figuras que atraviesan el desierto como navegantes guiados por una estrella y cargados de tesoros para regalar. Los Reyes Magos pasan por ser la historia más fantástica para niños, en la que la magia se vuelve la razón que explica lo increíble de la realidad. Desde luego que aquellos tres hombres merecen el título de magos y de principales o de Reyes entre los sabios. Magos y sabios porque sus tesoros como todos los auténticos regalos sacan a la luz las maravillas ocultas en la realidad común, como el prodigio de la luz de cualquier rostro humano, o la mera existencia de alguien para quienes le aman, o lo literalmente adorable en el caso de aquel Niño en una casa pobre en una región sojuzgada de hace dos mil años.
Pero para tener tesoros que ofrecer hay que atravesar los desiertos y océanos de la vida cargando con su peso. Solo a su través nos convertimos en isla donde, a su vez, otros puedan buscar y encontrar los tesoros que buscan. Como los personajes de los relatos infantiles, todos somos buscadores de tesoros, aunque no sabremos hasta el final si para saquearlos o regalarlos, es decir, si para matar la inocencia como Herodes o venerarla como los tres Reyes Magos. Ellos cruzaron las mudanzas del mundo para adorar a un Niño, en el que aprendimos no solo qué es la infancia de los hombres, sino que ésta forma parte de Dios.
Saber regalar requiere una inclinación tan feliz y favorable hacia alguien que, como dijo Adorno, si no fuera posible regalar “quedarían precisados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinarían aquellas cualidades insustituibles que solo pueden desarrollarse sintiendo el calor de las cosas”. Pero regalar requiere un último aprendizaje: el regalo no lo hace el que lo da sino el que lo acepta, pues antes de su aceptación no puede ser más que un ofrecimiento. Así que todo regalo para serlo ha de incluir la súplica de que sea aceptado. Por eso es sabio hacerse como niños, para que se puedan disculpar las imperfecciones y que, a pesar de todo, nuestro regalo llegue a su destino, repartido por los Reyes Magos.
La Navidad es el tiempo dispuesto para no olvidar el calor de las cosas que atesoramos en realidad, es decir, lo realmente real, que diría un filósofo.
Higinio Marín

Pláticas frente al Santísimo.

A partir del día 2 de diciembre. Se celebrarán los lunes y los viernes lectivos de Adviento, a las 15:00 h., en la capilla del edificio B. Ratos en oración, dirigidos por los capellanes, que predicarán con textos de la liturgia del tiempo de Adviento.